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Los escombros

es el blog de Diego Suarez: los límites desdibujados entre lo público y lo privado

Nebulización

martes, noviembre 29, 2005
Sal, no me cubras
no enturbies el aire
todo lo que hago es respirar
y respiro sal

sal de aquí,
sal del sol

Sal marina

sal y evapórame

porque escupo los despojos
de veladas entre muelles

y porque me encandila el sol
cuando quiero abrazarlo

por eso, sal
de una vez,
sal.

Mi vecino, el mecánico

lunes, noviembre 28, 2005
Apenas lo diviso, mi más íntima reacción me obliga a cruzar de vereda (aunque el sentido común hace que siga caminando por la misma acera: estoy por llegar a mi casa y no me queda otra opción que afrontar la realidad). Con el pelo engominado, seguramente un peine en el bolsillo, los brazos en jarra y un olor a vino indisimulable, ya empieza a sonreír como si me conociera de toda la vida. Apuro el paso y saco las llaves. El mecánico saluda y se hace el simpático porque vive en el taller (que está debajo del departamento en el que resido) desde que se peleó con su mujer. El problema: compartimos la puerta de entrada. Le facilitamos una llave después de un lamentable reclamo que espetó echando mano a las más diversas excusas, que se rompió la cortina metálica del taller, que vienen a arreglarla desde Morón, y encima van a tardar más de quince días...
Eso no es nada. Antes de entregarle una copia de la llave, me reuní con el pelotudo de Sergio (o Gustavo) para debatir acerca de la cantidad de días que se la prestaríamos. Quedamos en que tendría dos semanas para arreglar su portón y devolver la copia. Sorprendiendo a propios y a extraños, el inefable vecino se despachó con un: "¿Sabés que estaría bueno que tengas una llave, por cualquier cosa que pase?" En ese momento decidí que entre un esquizofrénico y un chanta no iba a arruinar mi vida, di media vuelta y me fui. El mecánico jamás reparó su persiana, usa la puerta de calle desde hace más de cuatro meses, el alcohol le genera "olvidos" como el de dejar la puerta abierta a la madrugada de par en par y muchas cosas más que no quiero ni conocer. Al fin de cuentas, él sigue embadurnándose el pelo con Lord Cheseline y haciendo lobby vecinal en la vereda y yo cruzando de vereda cada vez que la situación me lo permite.

Queratitis III

viernes, noviembre 25, 2005
Me cambiaron la medicación. Una nueva oculista examinó mis córneas y su semblante era tan grave que me obligó a preguntarle: "¿Voy a recuperar la vista?" La oftalmóloga calló, bajó la vista, buscó un remedio en una caja repleta de obsequios de laboratorios y me entregó unas gotitas. El prospecto despejó mis inquietudes: "El envase de venta de este producto lleva el nombre comercial impreso en sistema Braille para facilitar su identificación por los pacientes no videntes."

Mi vecino

martes, noviembre 22, 2005
La escalera del edificio -en el que resido en su segundo piso- se encontraba a oscuras. Caía la tarde y nadie había repuesto la lamparita quemada. Me mantenía ocupado con un amigo en el traslado de material para la construcción. Casi sin darme cuenta, apoyé una bolsa de residuos (con vaya a saber uno qué elementos dentro) sobre un escalón cualquiera. Por supuesto, seguí subiendo cemento y placas de yeso y perfiles y demás, olvidándome por completo de esa bolsita falaz. No pasaron cinco minutos hasta que escucho al vecino del primer piso ulular como un idiota: ¡PERO MUCHACHOS...! (Este dato, en rigor, me lo recordó mi amigo, en los momentos de furia suelo sufrir de amnesia general). Mi vecino es flautista y da clases particulares en su departamento, a insoportables escasos metros de mi vida casera. En esos escasos minutos en que dejé la bolsa apoyada en el escalón, una alumna del músico tropezó con la misma... Estuvo a punto de rodar sobre la escalera como cuando las mujeres pierden embarazos en las telenovelas.
El vecino (se llama Sergio, pero para mi papá es Gustavo porque una vez se lo cruzó y le dijo cómo te va Gustavo y el tipo, a veces muy educado, contestó: bien) explotó, literalmente. Era lo que yo, personalmente, necesitaba para cagarlo a puteadas. Con la puerta abierta, con el barrio como audiencia, los gritos de uno a otro convirtieron el diálogo en una discusión histérica. No derivó en una pelea boxìstica porque él enseña flauta traversa y yo me creo escritor. Las consecuencias fueron positivas, en cierto modo: después de refregarle su morosidad en el pago del cable (que compartimos ilegalmente, espero que Cablevisión no investigue este blog) y su desinterés en la reposiciòn de lamparitas de bajo consumo, se mostró presto a solucionar todos estos inconvenientes. Eso sí, no me dirige la palabra.

El sueño eterno

lunes, noviembre 21, 2005

Cada vez que le empatan a Independiente en el segundo tiempo, cuando la situación parece estar dominada y el resultado clavado, sobreviene en mí una angustia que supera la simple desazón del futbolero derrotado. El fútbol muchas veces funciona como un espejo de nuestras voluntades, o más bien, de nuestro fatum en la vida. Por lo tanto, esa imposibilidad de mantener un resultado ventajoso, ese miedo escénico (al decir del ariete "intelectual" Jorge Valdano) que irrumpe en los momentos decisivos, esa sensación de "sabía que iba a pasar" pero no se hizo nada para evitarlo, no son más que correlatos futbolísticos de mi predecible y sempiterno infortunio personal.

Volatilidad

viernes, noviembre 18, 2005
Durante semanas y semanas trajinó las calles de Buenos Aires en busca de un empleo. Su caso no era el único ni mucho menos; pero pensar en la popularidad de su situación no servía de consuelo. La ceremonia de la búsqueda principiaba en cada amanecer, con cada susurro proveniente de ese radio-reloj que esquivaba la transmisión de cualquier emisora. Bisbiseos y somnolencia, una conjunción tan irremisible como fatal, que cada mañana acompañaba una reflexión distinta acerca de cómo enterarse de los avisos. Entre las alternativas recurrentes figuraba la de acercarse al canillita, que paraba en una cercana esquina muy transitada. O la del bar, donde a veces compraban el diario y a veces no, aunque al mozo no le caía del todo bien una visita tan poco capitalizable en términos monetarios. La otra -insegura- variante consistía en caminar más de veinte cuadras hasta toparse con un locutorio devenido cyber. Los nimios veinticinco centavos por quince minutos de internet compensaban la triste abnegación de la caminata. La excesiva cantidad de clientes, que ocupaban todas las máquinas haciéndolo esperar más de lo soportable, no.
En una de las tantas tórridas mañanas, se decidió por el locutorio. Tenía un pálpito. La prepotencia de su fe lo acarreaba por toda la ciudad, incluso para asistir a entrevistas inútiles desde todo punto de vista: nunca se transformaría en un gran vendedor de celulares; tampoco observaba con buenos ojos la posibilidad de convertirse en un molesto telemarketer. Su fe era perfecta. Quizás por eso anotó el teléfono que resaltaba entre los avisos del día. Pedían volanteros y prometían pagar en término semanalmente. Era el oficio que todavía no había degustado, que siempre dejó para más adelante. Llamó desde el mismo locutorio. La voz glacial que lo atendió impostaba el tono habitual que uno encuentra al ser recibido por un contestador telefónico. Con tal neutralidad se limitó a darle la dirección y el horario de la entrevista.
El viaje hasta el centro no fue más que una extensión del monótono recorrido cotidiano. El colectivo lo dejó frente al vetusto edificio de sus probables empleadores. Contra lo previsible, tras la puerta de entrada se vislumbraba una sala de espera y no una oficina propiamente dicha. Varios jóvenes, con la virtud de la puntualidad, habían arribado con anterioridad y se instalaron en los sectores de la sala más próximos a un destellante televisor, aunque ninguno de ellos le prestaba demasiada atención. Un clima gélido cruzaba el ambiente: no se dialogaba, tal vez porque las anécdotas a referir eran idénticas en lo que tiene que ver con su angustiante contenido. Sólo el televisor, con su sintonía clavada en un canal de videos musicales, llenaba esos minutos de espera condenados a la vacuidad absoluta.
Sin anunciarse, apareció en escena un hombre muy atildado. Su discurso superó el lapso de dos horas. Dotado de una actitud insoslayablemente paternalista, propendía a dar consejos acerca de cómo entregar volantes, como si la edad promedio de su audiencia fuese de cinco años. Intercalaba, por supuesto, todas las promesas económicas posibles entre sugerencia y sugerencia. El embeleso técnico de sus palabras no podrían persuadir a nadie en cualquier otro espacio o momento, pero dada la pasmosa necesidad laboral de los oyentes, toda mención de salarios exiguos, premios ridículos y sospechosos viáticos era efectiva. Al mismo tiempo que el empleador e infatigable orador explicaba cuán alto había sido el costo de la impresión de los volantes, un chico de pelo largo bostezó, no sin desperezarse de manera ampulosa. “Vos, querido, te vas ya”, gritó el contratista de volanteros. “No quiero que juegues con la plata de mis hijos”, agregó, y se dirigió a abrirle la puerta invitándolo una vez más a retirarse, con otros exabruptos. “Si se me duerme acá, seguro que después tira todos los volantes en el tacho de la esquina y se vuelve a su casa”, comentó para cerrar toda discusión y pasar a entregar una pila de folletos a cada infeliz concurrente.
Nuestro desempleado ya había dejado de serlo. Los volantes pesaban en su mochila tanto como su vergüenza. La peregrinación había comenzado en Coronel Díaz y Santa Fe, la zona que le había tocado en suerte. Su labor consistía en peinar veinte manzanas por día, es decir, arrastrarse por ellas para dejar un volante en cada casa, auto o inmueble que dé señales de tener dueño y no perecer en pleno abandono. Tal aclaración no carece de importancia. Apenas pusiese un folleto debajo del limpiaparabrisas de un auto en llanta y el despido sobrevendría ineluctablemente. La rentabilidad publicitaria del volante se anularía y el controlador callejero de turno intervendría de inmediato.
El día nunca alcanzaba su fin. El novel volantero se agachaba repetidamente cual súbdito en la corte, con la diferencia de no contar enfrente con egregios monarcas sino con puertas desvencijadas, humedecidas tras la lluvia. El ejercicio desgastaba su cintura y ésta agradecía la presencia de buzones de tanto en tanto. La variopinta retahíla de casillas que frecuentó en apenas tres horas lo indujo a pensar que cada persona (o familia) era susceptible de conocer mediante tal objeto, nomás. Pequeños, de madera, llenos de volantes de pizzerías y medicina prepaga y parripollos, de chapa, oxidados, inaccesibles aún para el brazo más largo del mundo, desmantelados, coquetos, enormes, un completo inventario de buzones. Muchas veces la imposibilidad de colocar volantes en su ranura tenía su origen en la presencia de feroces perros guardianes. Un rottweiler saltó sin descaro sobre su mano que, afortunadamente, supo arrojar el volante y retirarse a tiempo tras las angostas rejas. Claro que existía una contraparte canina: un dócil y peludo caniche se apresuró a saludarlo y lamerlo en el momento en que depositaba su folleto en la casilla. El volantero lo acarició a manera de agradecimiento: era la única alegría de la jornada.
Con el correr de los días se templó su espíritu. No estaba solo en esas seis horas de marcha infame. La calle nuclea toda una gama de trabajadores sin techo: volanteros, paseadores de perros, repartidores de pizza, cadetes, carteros. Con uno de éstos charlaba en un semáforo. Le expuso su tipología de perros guardianes y hambrientos de brazos volanteriles. El cartero conocía muy bien el tema y podía entrever una salida económica en caso de ¿accidente? Decía, sin bromear: “ojalá me muerda alguno, uno de esos ovejeros de las casas del Bajo, ¿sabés la guita que les saco en un juicio?”. Escapar del tedio era el deseo en el que convergían los ánimos de todos estos chicos. Compartían su juventud y una leve resignación.
El trabajo tenía lugar en las más alejadas zonas de la ciudad. Los empleadores programaban cada día un paseo turístico diferente. Tal vez Colegiales o Belgrano, o quizá Barrio Norte, o Boedo. El cansancio mareaba al volantero y sus pies se doblaban en el empedrado de Caballito. Allí crecía el pasto entre las baldosas para que viniese a su mente Martínez Estrada, quien aseguraba que tal yuyo intruso simbolizaba el avance de la pampa sobre Buenos Aires, el regreso de la barbarie y ese tipo de ideas tan atractivas como poco comprobables. Otro día le tocaba transitar las calles de Villa Urquiza, donde apenas una avenida sirve de frontera entre los ABC1 y el barrio propiamente dicho. O Recoleta, con muchos más autos, una hilera sin intersticios por cuadra, la jornada que se estiraba.
Ya habían transcurrido un par de semanas desde el patético inicio en el volanteo y la remuneración prometida tardaba en efectuarse. Sabía que abandonar el trabajo significaba renunciar a todo tipo de compensación económica por las caminatas pretéritas. El empleador-orador que cuidaba la plata de sus hijos se había vuelto inhallable. Las órdenes que recibía el volantero acerca de dónde distribuir su papelería publicitaria llegaban por intermedio de secretarias, es decir, esa gente que trabaja para que uno no encuentre jamás a sus deudores. No podía claudicar. Menos cuando le habían asignado la calle Corrientes. Al fin.
Allí el día parecía más breve. Los negocios distraían la mirada. Once, las multitudes, la comida al paso. Debido a una urgencia visitó el baño de un fast food: la primera plana del diario estaba enmarcada sobre el mingitorio. Pensó en esas personas que pululan por la zona, con maletín y traje. Los nuevos comercios intentan adaptarse a ellas. El pedido y la entrega demoran menos de un minuto, la ingestión de la hamburguesa apenas cinco, orinar e informarse (al mismo tiempo) no más de treinta segundos. Por otro lado caviló también acerca de renunciar definitivamente a su empleo y testimoniar su experiencia. Pudo leer en una imaginaria hoja en blanco: “la era de la volatilidad: hacia una analítica del volanteo”, pero no se le ocurrían demasiadas ideas más allá del título.
Al llegar a Callao, escuchó al pasar a dos señores distinguidos, dialogando pour la galerie y bien fuerte, para ser escuchados por los transeúntes de turno. Se enorgullecían de pertenecer a una ciudad moderna, globalizada, con todas las opciones gastronómicas al alcance de cualquiera, y otras incongruencias. Su pecado consistía en creer que la diversidad se traduce en felicidad. En celebrar el afianzamiento de una pluralidad de culturas: claro que cuesta creer que a la moda de comer sushi en Las Cañitas le sobrevendrá la de asistir a los sórdidos restaurantes peruanos del Once para deleitarse con sus exóticos platos: ceviche, falso conejo... (o que los jóvenes -y no tanto- de clase media-alta reemplacen a sus profesores de salsa por un curso intensivo de quechua). La angustia oprimía el caldeado ánimo del volantero. Envidiaba la tranquilidad de esos paseantes.
Cuando ya había pasado un mes de trabajo, nada hacía suponer que el dinero llegaría. La secretaria del desaparecido empleador lo invitó al volantero a visitar Nuñez. Cabildo-Ramallo-Cabildo-Arias-Cabildo, y así consecutivamente. Su ruta infinitesimal. Llovía de a ratos, y un resfrío comenzaba a manifestarse. La mirada compadecida de los comerciantes ilustraban lo que sería el último día de volanteo. Era viernes, y todavía esperaba un fin de semana en cama. Nada de Festival de Cine. Ni de asistir a la cancha. La pesquisa del empleador llevaba más tiempo que el trabajo en sí, y era doblemente inaguantable.
Al lunes siguiente inició una intensa búsqueda por todos los bares, por todos los cafés. Después de más de un mes y medio, frente al “cajón” de Cabildo y casi General Paz, pudo divisar al prófugo. Tomaba café en una mesa pegada a la ventana. Con una mano sostenía el diario y con la otra dejaba caer las cenizas de su cigarrillo sobre la vereda. Se preguntó si esta vez podría cobrar, si lo haría en lo que resta del Siglo XXI. Lo saludó y verbalizó tal especulación. La respuesta se demoraba. ¿Qué le pasaba al pretérito coordinador de volanteros?
Se limitó a decir: “tu fe es perfecta, pibe” y sin dejar de sonreír.

y qué contás

jueves, noviembre 17, 2005
magnánimo magma
el de cantar o contar
la calesita que excita
la manía de rezar

correlato de horror:
la silbatina que sobrevendrá
la jabalina que atravesará
algún que otro esternón

entonces

los poemas exitosos,
pletóricos de referencias pop

en qué subsuelo pacen
en qué container yacen

Bigmouth strikes again

martes, noviembre 08, 2005
"Yo, si les digo la verdad, no soy partidario de darles trabajo a los demás porque después dicen que uno los explota. Y me pongo siempre, por predisposición natural, del lado del patrón y no de los trabajadores. ¡Ay, los trabajadores! ¡Qué trabajadores! Viendo a todas horas fútbol por televisión, sentados en sus traseros estos haraganes. ¡Que les de trabajo el gobierno o sus madres! O la revolución, que es tan buena para eso. Y si no vean a Cuba, trabaje que trabaje que trabaje. En Cuba todo el mundo trabaja. ¡Pero con las cuerdas vocales!"
Fernando Vallejo, Discurso para recibir el Premio Rómulo Gallegos (Caracas, 2 de agosto de 2003)

Queratitis II

Las plaquetas en la córnea no claudican. Se mantienen ahí, mediando entre mis pupilas y el resto del mundo. La recepcionista de la oculista ya me conoce por mi nombre de pila. Le puedo recomendar a cualquiera cuál es el mejor asiento de la sala de espera. Repasé dos veces una revista zonal de Pinamar que yace junto a otras en la mesita ratona, próxima a la puerta. Los laboratorios Bausch & Lomb y Phoenix deben desear que no me cure nunca. Mientras tanto, cada vez aumento más el zoom del Word. Un virus habita en mí y sus restos se niegan a desaparecer.

Ctrl Alt Del

viernes, noviembre 04, 2005
Con dolor de estómago es muy difícil simular una vida normal. Mis esperanzas se consagran a vindicar la lluvia, el viento y el frío, que con suerte, logran desvanecer este presente.

Mi poema favorito

martes, noviembre 01, 2005
Wanted, wanted: Dolores Haze.
Hair: brown. Lips: scarlet.
Age: five thousand three hundred days.
Profession: none, or "starlet."

Where are you hiding, Dolores Haze?
Why are you hiding, darling?
(I talk in a daze, I walk in a maze,
I cannot get out, said the starling).

Where are you riding, Dolores Haze?
What make is the magic carpet?
Is a Cream Cougar the present craze?
And where are you parked, my car pet?

Who is your hero, Dolores Haze?
Still one of those blue-caped star-men?
Oh the balmy days and the palmy bays,
And the cars, and the bars, my Carmen!

Oh Dolores, that juke-box hurts!
Are you still dancin', darlin'?
(Both in worn levis, both in torn T-shirts,
And I, in my corner, snarlin').

Happy, happy is gnarled McFate
Touring the States with a child wife,
Plowing his Molly in every State
Among the protected wild life.

My Dolly, my folly! Her eyes were vair,
And never closed when I kissed her.
Know an old perfume called Soleil Vert?
Are you from Paris, mister?

L'autre soir un air froid d'opиra m'alita:
Son fиlи--bien fol est qui s'y fie!
Il neige, le dиcor s'иcroule, Lolita!
Lolita, qu'ai-je fait de ta vie?

Dying, dying, Lolita Haze,
Of hate and remorse, I'm dying.
And again my hairy fist I raise,
And again I hear you crying.

Officer, officer, there they go--
In the rain, where that lighted store is!
And her socks are white, and I love her so,
And her name is Haze, Dolores.

Officer, officer, there they are--
Dolores Haze and her lover!
Whip out your gun and follow that car.
Now tumble out, and take cover.

Wanted, wanted: Dolores Haze.
Her dream-gray gaze never flinches.
Ninety pounds is all she weighs
With a height of sixty inches.

My car is limping, Dolores Haze,
And the last long lap is the hardest,
And I shall be dumped where the weed decays,
And the rest is rust and stardust.

Vladimir Nabokov, Lolita