Volatilidad
Durante semanas y semanas trajinó las calles de Buenos Aires en busca de un empleo. Su caso no era el único ni mucho menos; pero pensar en la popularidad de su situación no servía de consuelo. La ceremonia de la búsqueda principiaba en cada amanecer, con cada susurro proveniente de ese radio-reloj que esquivaba la transmisión de cualquier emisora. Bisbiseos y somnolencia, una conjunción tan irremisible como fatal, que cada mañana acompañaba una reflexión distinta acerca de cómo enterarse de los avisos. Entre las alternativas recurrentes figuraba la de acercarse al canillita, que paraba en una cercana esquina muy transitada. O la del bar, donde a veces compraban el diario y a veces no, aunque al mozo no le caía del todo bien una visita tan poco capitalizable en términos monetarios. La otra -insegura- variante consistía en caminar más de veinte cuadras hasta toparse con un locutorio devenido cyber. Los nimios veinticinco centavos por quince minutos de internet compensaban la triste abnegación de la caminata. La excesiva cantidad de clientes, que ocupaban todas las máquinas haciéndolo esperar más de lo soportable, no.
En una de las tantas tórridas mañanas, se decidió por el locutorio. Tenía un pálpito. La prepotencia de su fe lo acarreaba por toda la ciudad, incluso para asistir a entrevistas inútiles desde todo punto de vista: nunca se transformaría en un gran vendedor de celulares; tampoco observaba con buenos ojos la posibilidad de convertirse en un molesto telemarketer. Su fe era perfecta. Quizás por eso anotó el teléfono que resaltaba entre los avisos del día. Pedían volanteros y prometían pagar en término semanalmente. Era el oficio que todavía no había degustado, que siempre dejó para más adelante. Llamó desde el mismo locutorio. La voz glacial que lo atendió impostaba el tono habitual que uno encuentra al ser recibido por un contestador telefónico. Con tal neutralidad se limitó a darle la dirección y el horario de la entrevista.
El viaje hasta el centro no fue más que una extensión del monótono recorrido cotidiano. El colectivo lo dejó frente al vetusto edificio de sus probables empleadores. Contra lo previsible, tras la puerta de entrada se vislumbraba una sala de espera y no una oficina propiamente dicha. Varios jóvenes, con la virtud de la puntualidad, habían arribado con anterioridad y se instalaron en los sectores de la sala más próximos a un destellante televisor, aunque ninguno de ellos le prestaba demasiada atención. Un clima gélido cruzaba el ambiente: no se dialogaba, tal vez porque las anécdotas a referir eran idénticas en lo que tiene que ver con su angustiante contenido. Sólo el televisor, con su sintonía clavada en un canal de videos musicales, llenaba esos minutos de espera condenados a la vacuidad absoluta.
Sin anunciarse, apareció en escena un hombre muy atildado. Su discurso superó el lapso de dos horas. Dotado de una actitud insoslayablemente paternalista, propendía a dar consejos acerca de cómo entregar volantes, como si la edad promedio de su audiencia fuese de cinco años. Intercalaba, por supuesto, todas las promesas económicas posibles entre sugerencia y sugerencia. El embeleso técnico de sus palabras no podrían persuadir a nadie en cualquier otro espacio o momento, pero dada la pasmosa necesidad laboral de los oyentes, toda mención de salarios exiguos, premios ridículos y sospechosos viáticos era efectiva. Al mismo tiempo que el empleador e infatigable orador explicaba cuán alto había sido el costo de la impresión de los volantes, un chico de pelo largo bostezó, no sin desperezarse de manera ampulosa. “Vos, querido, te vas ya”, gritó el contratista de volanteros. “No quiero que juegues con la plata de mis hijos”, agregó, y se dirigió a abrirle la puerta invitándolo una vez más a retirarse, con otros exabruptos. “Si se me duerme acá, seguro que después tira todos los volantes en el tacho de la esquina y se vuelve a su casa”, comentó para cerrar toda discusión y pasar a entregar una pila de folletos a cada infeliz concurrente.
Nuestro desempleado ya había dejado de serlo. Los volantes pesaban en su mochila tanto como su vergüenza. La peregrinación había comenzado en Coronel Díaz y Santa Fe, la zona que le había tocado en suerte. Su labor consistía en peinar veinte manzanas por día, es decir, arrastrarse por ellas para dejar un volante en cada casa, auto o inmueble que dé señales de tener dueño y no perecer en pleno abandono. Tal aclaración no carece de importancia. Apenas pusiese un folleto debajo del limpiaparabrisas de un auto en llanta y el despido sobrevendría ineluctablemente. La rentabilidad publicitaria del volante se anularía y el controlador callejero de turno intervendría de inmediato.
El día nunca alcanzaba su fin. El novel volantero se agachaba repetidamente cual súbdito en la corte, con la diferencia de no contar enfrente con egregios monarcas sino con puertas desvencijadas, humedecidas tras la lluvia. El ejercicio desgastaba su cintura y ésta agradecía la presencia de buzones de tanto en tanto. La variopinta retahíla de casillas que frecuentó en apenas tres horas lo indujo a pensar que cada persona (o familia) era susceptible de conocer mediante tal objeto, nomás. Pequeños, de madera, llenos de volantes de pizzerías y medicina prepaga y parripollos, de chapa, oxidados, inaccesibles aún para el brazo más largo del mundo, desmantelados, coquetos, enormes, un completo inventario de buzones. Muchas veces la imposibilidad de colocar volantes en su ranura tenía su origen en la presencia de feroces perros guardianes. Un rottweiler saltó sin descaro sobre su mano que, afortunadamente, supo arrojar el volante y retirarse a tiempo tras las angostas rejas. Claro que existía una contraparte canina: un dócil y peludo caniche se apresuró a saludarlo y lamerlo en el momento en que depositaba su folleto en la casilla. El volantero lo acarició a manera de agradecimiento: era la única alegría de la jornada.
Con el correr de los días se templó su espíritu. No estaba solo en esas seis horas de marcha infame. La calle nuclea toda una gama de trabajadores sin techo: volanteros, paseadores de perros, repartidores de pizza, cadetes, carteros. Con uno de éstos charlaba en un semáforo. Le expuso su tipología de perros guardianes y hambrientos de brazos volanteriles. El cartero conocía muy bien el tema y podía entrever una salida económica en caso de ¿accidente? Decía, sin bromear: “ojalá me muerda alguno, uno de esos ovejeros de las casas del Bajo, ¿sabés la guita que les saco en un juicio?”. Escapar del tedio era el deseo en el que convergían los ánimos de todos estos chicos. Compartían su juventud y una leve resignación.
El trabajo tenía lugar en las más alejadas zonas de la ciudad. Los empleadores programaban cada día un paseo turístico diferente. Tal vez Colegiales o Belgrano, o quizá Barrio Norte, o Boedo. El cansancio mareaba al volantero y sus pies se doblaban en el empedrado de Caballito. Allí crecía el pasto entre las baldosas para que viniese a su mente Martínez Estrada, quien aseguraba que tal yuyo intruso simbolizaba el avance de la pampa sobre Buenos Aires, el regreso de la barbarie y ese tipo de ideas tan atractivas como poco comprobables. Otro día le tocaba transitar las calles de Villa Urquiza, donde apenas una avenida sirve de frontera entre los ABC1 y el barrio propiamente dicho. O Recoleta, con muchos más autos, una hilera sin intersticios por cuadra, la jornada que se estiraba.
Ya habían transcurrido un par de semanas desde el patético inicio en el volanteo y la remuneración prometida tardaba en efectuarse. Sabía que abandonar el trabajo significaba renunciar a todo tipo de compensación económica por las caminatas pretéritas. El empleador-orador que cuidaba la plata de sus hijos se había vuelto inhallable. Las órdenes que recibía el volantero acerca de dónde distribuir su papelería publicitaria llegaban por intermedio de secretarias, es decir, esa gente que trabaja para que uno no encuentre jamás a sus deudores. No podía claudicar. Menos cuando le habían asignado la calle Corrientes. Al fin.
Allí el día parecía más breve. Los negocios distraían la mirada. Once, las multitudes, la comida al paso. Debido a una urgencia visitó el baño de un fast food: la primera plana del diario estaba enmarcada sobre el mingitorio. Pensó en esas personas que pululan por la zona, con maletín y traje. Los nuevos comercios intentan adaptarse a ellas. El pedido y la entrega demoran menos de un minuto, la ingestión de la hamburguesa apenas cinco, orinar e informarse (al mismo tiempo) no más de treinta segundos. Por otro lado caviló también acerca de renunciar definitivamente a su empleo y testimoniar su experiencia. Pudo leer en una imaginaria hoja en blanco: “la era de la volatilidad: hacia una analítica del volanteo”, pero no se le ocurrían demasiadas ideas más allá del título.
Al llegar a Callao, escuchó al pasar a dos señores distinguidos, dialogando pour la galerie y bien fuerte, para ser escuchados por los transeúntes de turno. Se enorgullecían de pertenecer a una ciudad moderna, globalizada, con todas las opciones gastronómicas al alcance de cualquiera, y otras incongruencias. Su pecado consistía en creer que la diversidad se traduce en felicidad. En celebrar el afianzamiento de una pluralidad de culturas: claro que cuesta creer que a la moda de comer sushi en Las Cañitas le sobrevendrá la de asistir a los sórdidos restaurantes peruanos del Once para deleitarse con sus exóticos platos: ceviche, falso conejo... (o que los jóvenes -y no tanto- de clase media-alta reemplacen a sus profesores de salsa por un curso intensivo de quechua). La angustia oprimía el caldeado ánimo del volantero. Envidiaba la tranquilidad de esos paseantes.
Cuando ya había pasado un mes de trabajo, nada hacía suponer que el dinero llegaría. La secretaria del desaparecido empleador lo invitó al volantero a visitar Nuñez. Cabildo-Ramallo-Cabildo-Arias-Cabildo, y así consecutivamente. Su ruta infinitesimal. Llovía de a ratos, y un resfrío comenzaba a manifestarse. La mirada compadecida de los comerciantes ilustraban lo que sería el último día de volanteo. Era viernes, y todavía esperaba un fin de semana en cama. Nada de Festival de Cine. Ni de asistir a la cancha. La pesquisa del empleador llevaba más tiempo que el trabajo en sí, y era doblemente inaguantable.
Al lunes siguiente inició una intensa búsqueda por todos los bares, por todos los cafés. Después de más de un mes y medio, frente al “cajón” de Cabildo y casi General Paz, pudo divisar al prófugo. Tomaba café en una mesa pegada a la ventana. Con una mano sostenía el diario y con la otra dejaba caer las cenizas de su cigarrillo sobre la vereda. Se preguntó si esta vez podría cobrar, si lo haría en lo que resta del Siglo XXI. Lo saludó y verbalizó tal especulación. La respuesta se demoraba. ¿Qué le pasaba al pretérito coordinador de volanteros?
Se limitó a decir: “tu fe es perfecta, pibe” y sin dejar de sonreír.
En una de las tantas tórridas mañanas, se decidió por el locutorio. Tenía un pálpito. La prepotencia de su fe lo acarreaba por toda la ciudad, incluso para asistir a entrevistas inútiles desde todo punto de vista: nunca se transformaría en un gran vendedor de celulares; tampoco observaba con buenos ojos la posibilidad de convertirse en un molesto telemarketer. Su fe era perfecta. Quizás por eso anotó el teléfono que resaltaba entre los avisos del día. Pedían volanteros y prometían pagar en término semanalmente. Era el oficio que todavía no había degustado, que siempre dejó para más adelante. Llamó desde el mismo locutorio. La voz glacial que lo atendió impostaba el tono habitual que uno encuentra al ser recibido por un contestador telefónico. Con tal neutralidad se limitó a darle la dirección y el horario de la entrevista.
El viaje hasta el centro no fue más que una extensión del monótono recorrido cotidiano. El colectivo lo dejó frente al vetusto edificio de sus probables empleadores. Contra lo previsible, tras la puerta de entrada se vislumbraba una sala de espera y no una oficina propiamente dicha. Varios jóvenes, con la virtud de la puntualidad, habían arribado con anterioridad y se instalaron en los sectores de la sala más próximos a un destellante televisor, aunque ninguno de ellos le prestaba demasiada atención. Un clima gélido cruzaba el ambiente: no se dialogaba, tal vez porque las anécdotas a referir eran idénticas en lo que tiene que ver con su angustiante contenido. Sólo el televisor, con su sintonía clavada en un canal de videos musicales, llenaba esos minutos de espera condenados a la vacuidad absoluta.
Sin anunciarse, apareció en escena un hombre muy atildado. Su discurso superó el lapso de dos horas. Dotado de una actitud insoslayablemente paternalista, propendía a dar consejos acerca de cómo entregar volantes, como si la edad promedio de su audiencia fuese de cinco años. Intercalaba, por supuesto, todas las promesas económicas posibles entre sugerencia y sugerencia. El embeleso técnico de sus palabras no podrían persuadir a nadie en cualquier otro espacio o momento, pero dada la pasmosa necesidad laboral de los oyentes, toda mención de salarios exiguos, premios ridículos y sospechosos viáticos era efectiva. Al mismo tiempo que el empleador e infatigable orador explicaba cuán alto había sido el costo de la impresión de los volantes, un chico de pelo largo bostezó, no sin desperezarse de manera ampulosa. “Vos, querido, te vas ya”, gritó el contratista de volanteros. “No quiero que juegues con la plata de mis hijos”, agregó, y se dirigió a abrirle la puerta invitándolo una vez más a retirarse, con otros exabruptos. “Si se me duerme acá, seguro que después tira todos los volantes en el tacho de la esquina y se vuelve a su casa”, comentó para cerrar toda discusión y pasar a entregar una pila de folletos a cada infeliz concurrente.
Nuestro desempleado ya había dejado de serlo. Los volantes pesaban en su mochila tanto como su vergüenza. La peregrinación había comenzado en Coronel Díaz y Santa Fe, la zona que le había tocado en suerte. Su labor consistía en peinar veinte manzanas por día, es decir, arrastrarse por ellas para dejar un volante en cada casa, auto o inmueble que dé señales de tener dueño y no perecer en pleno abandono. Tal aclaración no carece de importancia. Apenas pusiese un folleto debajo del limpiaparabrisas de un auto en llanta y el despido sobrevendría ineluctablemente. La rentabilidad publicitaria del volante se anularía y el controlador callejero de turno intervendría de inmediato.
El día nunca alcanzaba su fin. El novel volantero se agachaba repetidamente cual súbdito en la corte, con la diferencia de no contar enfrente con egregios monarcas sino con puertas desvencijadas, humedecidas tras la lluvia. El ejercicio desgastaba su cintura y ésta agradecía la presencia de buzones de tanto en tanto. La variopinta retahíla de casillas que frecuentó en apenas tres horas lo indujo a pensar que cada persona (o familia) era susceptible de conocer mediante tal objeto, nomás. Pequeños, de madera, llenos de volantes de pizzerías y medicina prepaga y parripollos, de chapa, oxidados, inaccesibles aún para el brazo más largo del mundo, desmantelados, coquetos, enormes, un completo inventario de buzones. Muchas veces la imposibilidad de colocar volantes en su ranura tenía su origen en la presencia de feroces perros guardianes. Un rottweiler saltó sin descaro sobre su mano que, afortunadamente, supo arrojar el volante y retirarse a tiempo tras las angostas rejas. Claro que existía una contraparte canina: un dócil y peludo caniche se apresuró a saludarlo y lamerlo en el momento en que depositaba su folleto en la casilla. El volantero lo acarició a manera de agradecimiento: era la única alegría de la jornada.
Con el correr de los días se templó su espíritu. No estaba solo en esas seis horas de marcha infame. La calle nuclea toda una gama de trabajadores sin techo: volanteros, paseadores de perros, repartidores de pizza, cadetes, carteros. Con uno de éstos charlaba en un semáforo. Le expuso su tipología de perros guardianes y hambrientos de brazos volanteriles. El cartero conocía muy bien el tema y podía entrever una salida económica en caso de ¿accidente? Decía, sin bromear: “ojalá me muerda alguno, uno de esos ovejeros de las casas del Bajo, ¿sabés la guita que les saco en un juicio?”. Escapar del tedio era el deseo en el que convergían los ánimos de todos estos chicos. Compartían su juventud y una leve resignación.
El trabajo tenía lugar en las más alejadas zonas de la ciudad. Los empleadores programaban cada día un paseo turístico diferente. Tal vez Colegiales o Belgrano, o quizá Barrio Norte, o Boedo. El cansancio mareaba al volantero y sus pies se doblaban en el empedrado de Caballito. Allí crecía el pasto entre las baldosas para que viniese a su mente Martínez Estrada, quien aseguraba que tal yuyo intruso simbolizaba el avance de la pampa sobre Buenos Aires, el regreso de la barbarie y ese tipo de ideas tan atractivas como poco comprobables. Otro día le tocaba transitar las calles de Villa Urquiza, donde apenas una avenida sirve de frontera entre los ABC1 y el barrio propiamente dicho. O Recoleta, con muchos más autos, una hilera sin intersticios por cuadra, la jornada que se estiraba.
Ya habían transcurrido un par de semanas desde el patético inicio en el volanteo y la remuneración prometida tardaba en efectuarse. Sabía que abandonar el trabajo significaba renunciar a todo tipo de compensación económica por las caminatas pretéritas. El empleador-orador que cuidaba la plata de sus hijos se había vuelto inhallable. Las órdenes que recibía el volantero acerca de dónde distribuir su papelería publicitaria llegaban por intermedio de secretarias, es decir, esa gente que trabaja para que uno no encuentre jamás a sus deudores. No podía claudicar. Menos cuando le habían asignado la calle Corrientes. Al fin.
Allí el día parecía más breve. Los negocios distraían la mirada. Once, las multitudes, la comida al paso. Debido a una urgencia visitó el baño de un fast food: la primera plana del diario estaba enmarcada sobre el mingitorio. Pensó en esas personas que pululan por la zona, con maletín y traje. Los nuevos comercios intentan adaptarse a ellas. El pedido y la entrega demoran menos de un minuto, la ingestión de la hamburguesa apenas cinco, orinar e informarse (al mismo tiempo) no más de treinta segundos. Por otro lado caviló también acerca de renunciar definitivamente a su empleo y testimoniar su experiencia. Pudo leer en una imaginaria hoja en blanco: “la era de la volatilidad: hacia una analítica del volanteo”, pero no se le ocurrían demasiadas ideas más allá del título.
Al llegar a Callao, escuchó al pasar a dos señores distinguidos, dialogando pour la galerie y bien fuerte, para ser escuchados por los transeúntes de turno. Se enorgullecían de pertenecer a una ciudad moderna, globalizada, con todas las opciones gastronómicas al alcance de cualquiera, y otras incongruencias. Su pecado consistía en creer que la diversidad se traduce en felicidad. En celebrar el afianzamiento de una pluralidad de culturas: claro que cuesta creer que a la moda de comer sushi en Las Cañitas le sobrevendrá la de asistir a los sórdidos restaurantes peruanos del Once para deleitarse con sus exóticos platos: ceviche, falso conejo... (o que los jóvenes -y no tanto- de clase media-alta reemplacen a sus profesores de salsa por un curso intensivo de quechua). La angustia oprimía el caldeado ánimo del volantero. Envidiaba la tranquilidad de esos paseantes.
Cuando ya había pasado un mes de trabajo, nada hacía suponer que el dinero llegaría. La secretaria del desaparecido empleador lo invitó al volantero a visitar Nuñez. Cabildo-Ramallo-Cabildo-Arias-Cabildo, y así consecutivamente. Su ruta infinitesimal. Llovía de a ratos, y un resfrío comenzaba a manifestarse. La mirada compadecida de los comerciantes ilustraban lo que sería el último día de volanteo. Era viernes, y todavía esperaba un fin de semana en cama. Nada de Festival de Cine. Ni de asistir a la cancha. La pesquisa del empleador llevaba más tiempo que el trabajo en sí, y era doblemente inaguantable.
Al lunes siguiente inició una intensa búsqueda por todos los bares, por todos los cafés. Después de más de un mes y medio, frente al “cajón” de Cabildo y casi General Paz, pudo divisar al prófugo. Tomaba café en una mesa pegada a la ventana. Con una mano sostenía el diario y con la otra dejaba caer las cenizas de su cigarrillo sobre la vereda. Se preguntó si esta vez podría cobrar, si lo haría en lo que resta del Siglo XXI. Lo saludó y verbalizó tal especulación. La respuesta se demoraba. ¿Qué le pasaba al pretérito coordinador de volanteros?
Se limitó a decir: “tu fe es perfecta, pibe” y sin dejar de sonreír.
Uno ha volanteado por chirolas (en el Teatro Colón, en el Auditorio de Belgrano). Es un oficio noble que exige trato directo con la clientela. A la aristocracia argentina con abono en el Colón hay que tratarla con respeto, porque son superiores.
Por lo menos los empleadores circunstanciales no exigen experiencia. Por las dudas aclaré que una vez, camino a Villa Gesell, también había volanteado casi llegando a la Esquina de Croto.
por Nicolás Mavrakis, a las 6:16 p. m.
Es cierto, hay diferentes receptores de volantes y hasta se puede clasificar a gran parte de los peatones sólo por las maneras que adoptan para extender la mano y luego arrugar el folleto. Pero algo que escapaba a toda lógica era la enorme cantidad de señores de traje que esquivaban el volante.
por Suarez, a las 7:11 p. m.
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