El día que me dejó de gustar el chat
Mi predecible escenografía tiene como sempiterno núcleo a la cama que espera. Repleta de libros abiertos, boca abajo, sobre todas las superficies ocupables del colchón, como cuando se prepara un choripán: chorizos mariposa de papel. Antes que nada, ¿viste qué linda letra que tengo? Y sí, recurro a la impresora para clarificar mi escritura, generalmente. Ahora tengo que probar cómo anda porque le cambié el cartucho de tinta negra, pero muy tarde, tan tarde que las cabezas de impresión se taparon por usar tan poca tinta, debí abrirla y limpiarla por dentro, en fin, la tecnología nunca deja de ser 50% solución y 50% problema. En todo caso, fijate qué ocurre con la TV, los autos, etc, etc.
Te advierto: todo lo escrito en el párrafo anterior tuvo como objetivo mitigar el desprejuiciado desdén de mis próximos anuncios. Eras New Age cuando te deseaba, pero te convertiste en Luciana para empezar a despedirte de mí. ¿Por qué elegiste ese nick? Digo, tantos apodos que aguardan impacientemente ser utilizados y vos que caíste en uno tan ridículo. No pude evitar reprochártelo: mi primer contacto con vos tuvo el formato de una queja, y eso lo explica todo. En rigor, temía exponer mi incertidumbre. El nick sobrellevaba una doble carga de sentido que se correspondía con un doble rechazo de mi parte. Podía tratarse de la denominación que pretende amalgamar a la plétora de religiones, técnicas y terapias que compra el mundo occidental en un mismo pack, sin molestarse en diferenciar una doctrina de otra. O lo que es peor, podía ser una banal alusión a ese líquido dulce y femenino y estrepitoso que se ingiere en los boliches y que prefiero tomar vino en cajita antes que comparecer ante esa botella insípida que nada puede hacer frente al fernet. Es decir, cualquier posibilidad merecía varios denuestos de mi parte. Te insulté para cautivarte. No tardaste en replicar utilizando el mismo registro. Sin embargo, cuando a duras penas se inició algo parecido a una conversación y mencionaste la palabra energía, mis dudas se disiparon como por arte de magia. ¡Siempre la incluías sin ninguna razón! De inmediato, y casi tropezando con el teclado, tipeé algo así como: “La new age relee la historia de la medicina y de las ciencias bajo el condicionante de la sospecha.” Intenté expandir un palabrerío conciliador que fracasó más rápido de lo que preveía: “No entiendo nada de lo que escribistes : (”, fue lo que contestaste para que revise un poco mi estrategia lexical.
Ese primer (y extenso) encuentro condicionó lo que iba a suceder. Eras una presa demasiado fácil, y yo también. Me irritabas hasta decir basta cada vez que citabas a Lobsang Rampa, o a Chopra, pero sin embargo pasábamos la mayor parte de las noches conectados. Qué participio horrible: está de moda y da la sensación de que no usamos las computadoras, simplemente nos enchufamos a ellas, como los robots de Evangelion. De eso se trataba, ya que no pensábamos absolutamente nada, nos insultábamos y “cantábamos” las letras de nuestros grupos de rock favoritos, nos excitábamos al escribir palabras groseras y tal vez nos tocábamos porque carecíamos de empleo alguno; la bendición de internet siempre recae en adolescentes parasitarios como vos y yo para terminar de extinguir nuestras últimas neuronas (y revivir las hormonas).
El tiempo de sobra me conducía a vos casi por inercia. Me contabas que hacías yoga y tai chi; yo hacía el esfuerzo de quedarme callado tal vez porque anhelaba conocerte más allá de tus actividades tan contrarias a mis principios anti-orientalistas. El naufragio económico que sobrellevaba me empujaba, en toda la extensión temporal del día, a desear cualquier trabajo. Desde las lóbregas colas callejeras contemplaba a los barrenderos que transitan por su carril: el costado de la acera. Y sentía una rotunda envidia. Como cuando se cruzaban ante mi mirada los mismos chicos de fast food (con sus rostros saturados de granos y sus camisas rayadas) que antaño, no sin un dejo de compasión, menospreciaba. O como cada vez que ingresaba a un negocio barrial X; llámese panadería, mercería, fábrica de pastas o locutorio: el que recibe los billetes y las monedas siempre es otro. ¿Cuál era mi oficio? ¿Hacerme el escritor con alguien que se desvive por los sahumerios Sai Baba?
Empero, las sesiones chateriles se multiplicaban semana tras semana. Nos revelamos nuestros nombres no-ficcionales una tarde en la que se habían agotado los temas de charla. Nos pasamos nuestros números de teléfono para simular cierta normalidad en la relación que alimentábamos, aunque de todos modos yo prefería tus errores de ortografía a esa voz entre ronca y cavernosa que echaba por tierra cualquier atisbo de seducción. No tenía a ninguna otra mujer a mi alcance: me obligué a gustarte, y a que me gustes. Te envié por mail mensajes que creía persuasivos, más allá de la vergüenza que me daba pergeñarlos. Seguro que éste jamás lo leíste (te lo mandé cuando cambiaste de dirección):
“señorita luciana cincunegui
espero que recuerde
espero que recuerde mi nombre
espero que recuerde mis promesas de amor
espero que recuerde que me he anotado en la lista de hombres en espera
espero que recuerde que llené la solicitud que decía “amante”, a pesar de mi poco frondoso curriculum vitae
espero que recuerde abrir esta casilla, espacio que funciona como reservorio de mis peticiones y/o recados
espero que recuerde tantos besos ensoñados y no realizados
espero que recuerde que la espero siempre
espero que recuerde”
Los inconvenientes surgieron a medida que pasaban los meses y te negabas a enviar fotos. Lastimosamente, tal negativa te hacía más atractiva. Por otro lado, compensabas tu insoportable fundamentalismo orientalista con un avezado gusto por las mejores canciones de rock de los últimos años. Siempre coincidíamos en los mismos fragmentos de tal o cual letra de tal o cual autor, o en el insoslayable rechazo hacia éste o aquél grupo en boga. El momento adecuado llegó cuando estaba por presentarse una de esas bandas de rock tan convocantes como anodinas. No me quedaba alternativa alguna: debía ir a tu encuentro.
Te propuse, a manera de referencia espacial, que nos encontremos en el vértice del estadio lindante con la avenida. No hacían falta distintivos o descripciones físicas, si de algo estaba seguro era de tu carácter espectral. En efecto, apenas divisé a la mujer más fantasmal de toda la concurrencia, supe que eras vos. Te tironeé del pelo a modo de saludo y te asustaste. La inmediatez física nos permitió, ahora sí de manera intensa, desplegar un caudal enorme de desagrado y a la vez de atracción (o necesidad, seamos justos). Nos sentíamos poco menos que perfectos extraños y evitábamos cruzar nuestras miradas. Empezó el recital cuando el acercamiento mutuo iba creciendo; sin embargo yo notaba que algo funcionaba mal. La burocracia de la transa obligatoria no tardó en caer por su propio peso y no entiendo, no entiendo todavía por qué me mordías tanto: la sangre que emanaba de mis encías me provocaron súbitas arcadas que supe disimular (creo) cada vez corría hacia el centro de la multitud, con la risible excusa de ir al pogo.
Te quedaste sin voz porque gritabas, en lugar de cantar. Yo no hacía más que pensar en desnudarte y sacarme las dudas. El recital finalizó bastante tarde como para llevarte a otro lugar, por eso la noche murió en esa plaza infame, con más cemento que pasto y basura por doquier. Allí desembocaron todas nuestras expectativas; allí cometiste la imprudencia de volver a citar a Chopra; allí me empujaste hacia el sector más umbrío y sucio de la breve arboleda. Con maneras de prestidigitador, te desabotonaste las dos camisas que llevabas una encima de otra. Y me mostraste eso, eso que nunca quise ver ni oler.
Ese día me dejaron de gustar el rock, el chat, y muchas otras palabras de cuatro letras, como dirían los ingleses.
Te advierto: todo lo escrito en el párrafo anterior tuvo como objetivo mitigar el desprejuiciado desdén de mis próximos anuncios. Eras New Age cuando te deseaba, pero te convertiste en Luciana para empezar a despedirte de mí. ¿Por qué elegiste ese nick? Digo, tantos apodos que aguardan impacientemente ser utilizados y vos que caíste en uno tan ridículo. No pude evitar reprochártelo: mi primer contacto con vos tuvo el formato de una queja, y eso lo explica todo. En rigor, temía exponer mi incertidumbre. El nick sobrellevaba una doble carga de sentido que se correspondía con un doble rechazo de mi parte. Podía tratarse de la denominación que pretende amalgamar a la plétora de religiones, técnicas y terapias que compra el mundo occidental en un mismo pack, sin molestarse en diferenciar una doctrina de otra. O lo que es peor, podía ser una banal alusión a ese líquido dulce y femenino y estrepitoso que se ingiere en los boliches y que prefiero tomar vino en cajita antes que comparecer ante esa botella insípida que nada puede hacer frente al fernet. Es decir, cualquier posibilidad merecía varios denuestos de mi parte. Te insulté para cautivarte. No tardaste en replicar utilizando el mismo registro. Sin embargo, cuando a duras penas se inició algo parecido a una conversación y mencionaste la palabra energía, mis dudas se disiparon como por arte de magia. ¡Siempre la incluías sin ninguna razón! De inmediato, y casi tropezando con el teclado, tipeé algo así como: “La new age relee la historia de la medicina y de las ciencias bajo el condicionante de la sospecha.” Intenté expandir un palabrerío conciliador que fracasó más rápido de lo que preveía: “No entiendo nada de lo que escribistes : (”, fue lo que contestaste para que revise un poco mi estrategia lexical.
Ese primer (y extenso) encuentro condicionó lo que iba a suceder. Eras una presa demasiado fácil, y yo también. Me irritabas hasta decir basta cada vez que citabas a Lobsang Rampa, o a Chopra, pero sin embargo pasábamos la mayor parte de las noches conectados. Qué participio horrible: está de moda y da la sensación de que no usamos las computadoras, simplemente nos enchufamos a ellas, como los robots de Evangelion. De eso se trataba, ya que no pensábamos absolutamente nada, nos insultábamos y “cantábamos” las letras de nuestros grupos de rock favoritos, nos excitábamos al escribir palabras groseras y tal vez nos tocábamos porque carecíamos de empleo alguno; la bendición de internet siempre recae en adolescentes parasitarios como vos y yo para terminar de extinguir nuestras últimas neuronas (y revivir las hormonas).
El tiempo de sobra me conducía a vos casi por inercia. Me contabas que hacías yoga y tai chi; yo hacía el esfuerzo de quedarme callado tal vez porque anhelaba conocerte más allá de tus actividades tan contrarias a mis principios anti-orientalistas. El naufragio económico que sobrellevaba me empujaba, en toda la extensión temporal del día, a desear cualquier trabajo. Desde las lóbregas colas callejeras contemplaba a los barrenderos que transitan por su carril: el costado de la acera. Y sentía una rotunda envidia. Como cuando se cruzaban ante mi mirada los mismos chicos de fast food (con sus rostros saturados de granos y sus camisas rayadas) que antaño, no sin un dejo de compasión, menospreciaba. O como cada vez que ingresaba a un negocio barrial X; llámese panadería, mercería, fábrica de pastas o locutorio: el que recibe los billetes y las monedas siempre es otro. ¿Cuál era mi oficio? ¿Hacerme el escritor con alguien que se desvive por los sahumerios Sai Baba?
Empero, las sesiones chateriles se multiplicaban semana tras semana. Nos revelamos nuestros nombres no-ficcionales una tarde en la que se habían agotado los temas de charla. Nos pasamos nuestros números de teléfono para simular cierta normalidad en la relación que alimentábamos, aunque de todos modos yo prefería tus errores de ortografía a esa voz entre ronca y cavernosa que echaba por tierra cualquier atisbo de seducción. No tenía a ninguna otra mujer a mi alcance: me obligué a gustarte, y a que me gustes. Te envié por mail mensajes que creía persuasivos, más allá de la vergüenza que me daba pergeñarlos. Seguro que éste jamás lo leíste (te lo mandé cuando cambiaste de dirección):
“señorita luciana cincunegui
espero que recuerde
espero que recuerde mi nombre
espero que recuerde mis promesas de amor
espero que recuerde que me he anotado en la lista de hombres en espera
espero que recuerde que llené la solicitud que decía “amante”, a pesar de mi poco frondoso curriculum vitae
espero que recuerde abrir esta casilla, espacio que funciona como reservorio de mis peticiones y/o recados
espero que recuerde tantos besos ensoñados y no realizados
espero que recuerde que la espero siempre
espero que recuerde”
Los inconvenientes surgieron a medida que pasaban los meses y te negabas a enviar fotos. Lastimosamente, tal negativa te hacía más atractiva. Por otro lado, compensabas tu insoportable fundamentalismo orientalista con un avezado gusto por las mejores canciones de rock de los últimos años. Siempre coincidíamos en los mismos fragmentos de tal o cual letra de tal o cual autor, o en el insoslayable rechazo hacia éste o aquél grupo en boga. El momento adecuado llegó cuando estaba por presentarse una de esas bandas de rock tan convocantes como anodinas. No me quedaba alternativa alguna: debía ir a tu encuentro.
Te propuse, a manera de referencia espacial, que nos encontremos en el vértice del estadio lindante con la avenida. No hacían falta distintivos o descripciones físicas, si de algo estaba seguro era de tu carácter espectral. En efecto, apenas divisé a la mujer más fantasmal de toda la concurrencia, supe que eras vos. Te tironeé del pelo a modo de saludo y te asustaste. La inmediatez física nos permitió, ahora sí de manera intensa, desplegar un caudal enorme de desagrado y a la vez de atracción (o necesidad, seamos justos). Nos sentíamos poco menos que perfectos extraños y evitábamos cruzar nuestras miradas. Empezó el recital cuando el acercamiento mutuo iba creciendo; sin embargo yo notaba que algo funcionaba mal. La burocracia de la transa obligatoria no tardó en caer por su propio peso y no entiendo, no entiendo todavía por qué me mordías tanto: la sangre que emanaba de mis encías me provocaron súbitas arcadas que supe disimular (creo) cada vez corría hacia el centro de la multitud, con la risible excusa de ir al pogo.
Te quedaste sin voz porque gritabas, en lugar de cantar. Yo no hacía más que pensar en desnudarte y sacarme las dudas. El recital finalizó bastante tarde como para llevarte a otro lugar, por eso la noche murió en esa plaza infame, con más cemento que pasto y basura por doquier. Allí desembocaron todas nuestras expectativas; allí cometiste la imprudencia de volver a citar a Chopra; allí me empujaste hacia el sector más umbrío y sucio de la breve arboleda. Con maneras de prestidigitador, te desabotonaste las dos camisas que llevabas una encima de otra. Y me mostraste eso, eso que nunca quise ver ni oler.
Ese día me dejaron de gustar el rock, el chat, y muchas otras palabras de cuatro letras, como dirían los ingleses.
uy qué tristeeeeeeeeeeee!
por Lucía, a las 6:01 p. m.
he descubierto que si uno chatea con un extraño, debe hablar por teléfono rápidamente, si la voz no es de nuestro agrado, la persona (casi seguro) tampoco lo será, por lo tanto luego del llamado, la cita debe ser inminente, y la despedida mucho más urgente aún.
así me funciona a mí (casi siempre)
me sigue gustando chatear, y sigo cayendo, pero al menos ya lo sé.
saludos
por Satamarina, a las 5:59 p. m.
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