<body><script type="text/javascript"> function setAttributeOnload(object, attribute, val) { if(window.addEventListener) { window.addEventListener('load', function(){ object[attribute] = val; }, false); } else { window.attachEvent('onload', function(){ object[attribute] = val; }); } } </script> <div id="navbar-iframe-container"></div> <script type="text/javascript" src="https://apis.google.com/js/platform.js"></script> <script type="text/javascript"> gapi.load("gapi.iframes:gapi.iframes.style.bubble", function() { if (gapi.iframes && gapi.iframes.getContext) { gapi.iframes.getContext().openChild({ url: 'https://www.blogger.com/navbar.g?targetBlogID\x3d17145121\x26blogName\x3dLos+escombros\x26publishMode\x3dPUBLISH_MODE_BLOGSPOT\x26navbarType\x3dBLUE\x26layoutType\x3dCLASSIC\x26searchRoot\x3dhttps://losescombros.blogspot.com/search\x26blogLocale\x3des\x26v\x3d2\x26homepageUrl\x3dhttp://losescombros.blogspot.com/\x26vt\x3d8722664464948848394', where: document.getElementById("navbar-iframe-container"), id: "navbar-iframe" }); } }); </script>

Los escombros

es el blog de Diego Suarez: los límites desdibujados entre lo público y lo privado

Si quieren venir, que vengan

Sin desayunar, salgo a la calle a las 9 de la mañana por unos minutos. A cada paso confirmo que no está nada bien dormir 5 horas. El mareo permanente y los tropiezos con las baldosas rotas no tardan en llegar. Pero algo me despierta súbitamente: la camioneta de "Conexiones ilegales" de Cablevisión, estacionada en la vereda de enfrente. Dentro de la misma, el empleado me mira y yo lo miro. Bajo la mirada a las pinzas en su mano y pienso en el mundial. Me hago el gil y sigo caminando como si nada.
Doy una vuelta a la manzana. Como diría Lenin: ¿qué hacer? Primero: llamar a mi mujer. "Están los hijos de puta del cable enfrente, si tocan timbre no atiendas, no abras, no hay nadie". Segundo: esperar. No soy la única persona que comparte clandestinamente una conexión en este barrio. Esas pinzas, quizás, tienen otro destino.
Doy otra vuelta a la manzana, y otra más, y otra. Vuelvo al hogar, me atrinchero en la terraza, y con beneplácito observo al verdugo trabajar a 80 vitales metros de distancia. Respiro aliviado, con la convicción de haber hecho lo correcto. Me acuerdo de alguien que, acostumbrado a no pagar ningún tipo de servicio, alguna vez me dijo: "no me cuelgo del sol porque está muy lejos". Mientras, la camioneta se aleja en busca de otros infelices. Así culmina una etapa de esta guerrilla que, por supuesto, no será la última.