<body><script type="text/javascript"> function setAttributeOnload(object, attribute, val) { if(window.addEventListener) { window.addEventListener('load', function(){ object[attribute] = val; }, false); } else { window.attachEvent('onload', function(){ object[attribute] = val; }); } } </script> <div id="navbar-iframe-container"></div> <script type="text/javascript" src="https://apis.google.com/js/platform.js"></script> <script type="text/javascript"> gapi.load("gapi.iframes:gapi.iframes.style.bubble", function() { if (gapi.iframes && gapi.iframes.getContext) { gapi.iframes.getContext().openChild({ url: 'https://www.blogger.com/navbar.g?targetBlogID\x3d17145121\x26blogName\x3dLos+escombros\x26publishMode\x3dPUBLISH_MODE_BLOGSPOT\x26navbarType\x3dBLUE\x26layoutType\x3dCLASSIC\x26searchRoot\x3dhttps://losescombros.blogspot.com/search\x26blogLocale\x3des\x26v\x3d2\x26homepageUrl\x3dhttp://losescombros.blogspot.com/\x26vt\x3d8722664464948848394', where: document.getElementById("navbar-iframe-container"), id: "navbar-iframe" }); } }); </script>

Los escombros

es el blog de Diego Suarez: los límites desdibujados entre lo público y lo privado

La otra marcha

1

Llámenme desgraciado. Entre tantos eventos, marchas y manifestaciones que los habitantes de esta ciudad tenemos en la agenda semanal, me toca inmiscuirme en la congregación menos deseada. Son las 6 de la tarde: el tránsito, a la altura de Corrientes y Callao, ya ha devenido carrera de obstáculos, incluso para los peatones, que no se encuentran obligados a acarrear un automóvil o una motocicleta. Los atribulados hombres de a pie reducen la velocidad de la caminata y de paso estiran el cuello para otear el poblado horizonte. En la caída del sol suelen camuflarse los prototípicos hombres de gris que regresan a sus hogares, al punto tal que casi no se distinguen del plúmbeo cielo céntrico y de la opacidad del cemento porteño. Sin embargo, hoy parece ampliarse la paleta de colores, como cada vez se suscita una concentración de personas. Esta vez no se trata de las chaquetas amarillas o verdes de agrupaciones piqueteras, ni de una carpa blanca, ni de estandartes rojos, ni de banderas norteamericanas de papel en llamas, ni mucho menos de colores correspondientes a un equipo de fútbol victorioso. Ni siquiera los semáforos captan la atención del gentío, ya que comienzan a carecer de sentido cuando la multitud va ganando la calle. Esta vez lo que resalta es el rouge de las señoras de Barrio Norte (como si todas hubiesen venido a tomar el té al mismo lugar), las cabelleras que van del rubio al castaño de los chicos sentados en los hombros de sus padres, y la sucesión de pequeñas llamas portátiles: un caudal jamás visto de velas encendidas en las manos de los paseantes que se dirigen hacia el Congreso.
Ayer, mientras intentaba -sin éxito- arreglar el calefón, sintonicé la única estación de radio que mi viejo aparato consigue captar y reproducir con cierta claridad, “la radio más potente de Argentina”. En sólo media hora repitieron cuatro veces el anuncio de una marcha contra la inseguridad a realizarse en la Plaza de los dos Congresos. Jamás pensé que iba a concurrir a tal marcha: los radioescuchas esgrimían argumentos vergozantes contra los “delincuentes que matan a nuestros hijos”. Incluso una persona ofrecía un micro de dos pisos -al estilo londinense- para trasladar concurrentes desde el conurbano: esa propuesta hablaba a las claras del carácter anti-popular de la marcha. Hace apenas unos minutos, me solazaba en una guardia periodística a seis cuadras del Congreso, matizando la espera con un mate en la mano. El llamado fatídico de uno de los productores me despertó del letargo en que estaba sumido y el pedido era sencillo, se trataba de entregarle en la esquina de Callao y Rivadavia, la pequeña videocámara que estoy usando. Cambio de prioridades. Pero aún me encuentro lejos del epicentro de este extraño cónclave. “Seis y media, te encuentro en la esquina del bar El Molino”.


2

“Seis y media, te encuentro en la esquina del bar El Molino”. Hernán, el productor televisivo que impartió la orden, revisó los mensajes en su celular antes de solicitar un radiotaxi. “En diez-quince minutos la unidad estará a su servicio, señor”, prometió la chica del call center taximetrero. Le pareció excesiva la demora pero de todos modos no le quedaba otra opción, ya que la productora sólo trabajaba con esa empresa (a no ser que quiera pagar el viaje de su bolsillo). Cuando habían transcurrido diecisiete minutos sin noticias del taxi, Hernán comenzó a inquietarse. Vanos resultaron sus reclamos; la chica del call center se excusó mencionando los problemas vehiculares ocasionados en la zona del Congreso. El productor se hallaba a 25 cuadras del lugar y hasta consideró acercarse a pie, pero no llegaría a la hora acordada. Prefirió esperar. Todos los automóviles aurinegros que pasaban raudamente por la calle lo engañaban, lo esquivaban socarronamente, como si tratase de una burla. Ninguno era el suyo.
Desalentado, Hernán observaba filas de familias peregrinando por la vereda opuesta. Lo dudó, pero por el apuro entendió que se dirigían al mismo sitio. ¡Media hora esperando el taxi! ¿A quién se le ocurrió la macabra idea del radiotaxi? Abstraído en tales cavilaciones, llegó el coche deseado, que estacionó bruscamente a su lado.
- ¿Vos sos Hernán?
- Sí, a Callao y Rivadavia, lo más rápido que puedas.
- Bueno. Pero mirá que está complicado, ya cortaron varias calles...
- ¿Por la marcha?
- Y sí, por eso me atrasé, viste. Igual me parece bien, yo porque tengo que laburar, si no estaría en primera fila. Así no se puede vivir más, viejo.
- Y... seguro.
- No, dejame de joder, ya se les fue la mano. El gobierno se fija mucho en el pasado, ¿y el presente? En cualquier momento te secuestran y sos boleta. Esto es el far west, es tierra de nadie.
- Qué se le va a hacer.
- Si a mi hijo lo matan, haría exactamente lo mismo. Lo que pasa es que acá nadie se hace cargo. Te secuestran, te violan, hacen lo que quieren. Los valores, se perdieron los valores.
- Claro. ¿Acá está cortado también?
- Sí, vamos a retomar la anterior. Te digo que igual me parece bien. Por lo menos no son piqueteros. Ese Castex te da vuelta una comisaría, te corta un puente, y no pasa nada. Esta es gente de bien, nada que ver... no como esos cirujas...
Hernán asentía automatizado ante cada fracción del monólogo del taxista. Las siete menos veinte y todavía a tres cuadras interminables del destino deseado.


3

- ¿Te pasa algo?
- Eh... no.
- La próxima vez que me pises te ligás una piña.
- Tranquilicesé, señor. Estoy trabajando, necesito llegar rápido a aquella esquina.
- No me importa, esfumate.


4

El productor decidió bajarse del taxi a unos -teóricamente cercanos- doscientos metros de “El Molino”. Se deshizo del taxista y su soliloquio insoportable; empero, el sufrimiento verdadero recién comenzaba. La zona se encontraba atestada de olor a perfume, chicos que chocaban contra sus rodillas y ancianas que apenas podían arquearse para darle paso. Era el momento de tomar decisiones estratégicas si quería avanzar en dirección correcta: la vereda que lo conducía directamente a la esquina en cuestión resultaba infranqueable. Por lo tanto, debió elegir la senda opuesta, que parecía más viable. Allí, en fila india, se podía avanzar a una velocidad de aproximadamente cinco metros por minuto, como mucho. Dispuso de todo el tiempo del mundo para comprobarlo luego. Pensaba, mientras, cómo podía ser que este chico, al que le encomendaron acercarle la cámara, no tenga celular. Pidió permiso al personal de un móvil estacionado frente un restaurant para subirse y así divisar al chico. Su fútil búsqueda lo ofuscó más que la señora de vela azul (se nota que la sacó del decorado estilo feng-shui de su living), quien vociferaba: “¡Ciudadanos, ciudadanos, retrocedan que no hay más lugar!” El solo hecho de pedirle permiso para pasar lo cubría de ignominia, cómo dirigirle la palabra a alguien que se expresa así. Lastimosamente ese tono regurgitaba en el ambiente: se trataba de un conservadurismo exultante, con serios exponentes que creían estar en un ágora postmoderno. ¿Cómo discutir con esa gente? Hernán apenas anhelaba llegar a esa esquina, cubrir el evento y mandarse a mudar. Pero una compacta masa de personas no lo se lo permitía.


5

- ¿Me estás cargando, pendejo de mierda? ¿Me querés romper los talones? ¿Te das cuenta que me pisaste otra vez?
- Le dije que estoy apurado, déjeme pasar que-
- Pasar, las pelotas. Ahí está mi hijo, ahora vas a ver. ¡Marcelo, vení, vení que este tarado se está pasando de vivo!
- Señor, si usted tuviera veinte años menos lo estaría-
- No me hagás reír, a mí...
- A usted lo respeto porque es un anciano, ¿para que viene a una marcha así, si no puede ni respirar?
- Ah no, ¡Marcelo vení!, vos me querías afanar, seguro, sos un punga de mierda.
- Cállese, cállese, a ver si me deja pasar, que estoy laburando...


6

Apenas algunos minutos bastaron para contabilizar cuatro desmayos. Embarazadas que no previeron tal convocatoria comienzan a sufrir los embates de la falta de oxígeno. La familia argentina de clase media dice presente, suda, insulta a quienes intentan escapar del atascamiento, aplaude como si se tratase de un show. Hernán siempre está a una cuadra de distancia de su destino: dio la vuelta entera alrededor del Congreso y todavía no encontró un hueco. La multitud se inmovilizó. Las siete en punto. A sus costados lloran las madres de hijos muertos por la policía o por delincuentes (en los pocos casos en que resulte factible diferenciar a los primeros de los últimos, por supuesto). Las señoras sostienen un racimo de pancartas en las cuales hacen foco las cámaras televisivas. El productor envidia a los periodistas con elementos para desempeñar su oficio. Está vivenciando un acontecimiento único, otra marcha, va a escuchar las voces de la furia. Le late el corazón. Cómo testimoniarlo, piensa. Cómo.


7

¡La piña que me metió ese viejo! He asistido a recitales, manifestaciones, partidos de fútbol a cancha llena, y nunca fui testigo de tanta violencia. Solamente pisé sus talones un par de veces, ya que se detenía a cada instante y obstruía el paso de una fila completa de impacientes como yo. Lamento, más que nada, el impedimento profesional que recae sobre mí de contestarle esa cachetada. La cámara que tengo en la mochila -pensaba sin cesar, como si fuese un mantra-, la cámara, la cámara, no puedo poner en riesgo la cámara. Son las siete. Me falta sólo una cuadra para finalizar este via crucis. El problema reside en cómo llegar a esa esquina: hace cinco minutos que me encuentro estancado en el mismo sitio sin posibilidad de moverme hacia ningún lado. En mi afán por avanzar, involuntariamente volqué una vela que portaba una mujer con mi codo derecho. Apenas pude escuchar sus insultos, una marea humana me arrastró, en segundos, hacia otro sector de la calle que no era precisamente donde quería llegar, retrocedí sin darme cuenta. La efusión de velas encendidas es un peligro latente, más aún cuando quienes las sostienen no acostumbran asistir a ningún tipo de movilización. Las expresiones de sus caras contienen un odio inefable, que se corresponde con un ostensible individualismo que sale a la luz en el reclamo que realizan. ¿Cómo se explica, si no, una marcha por la seguridad? La paradoja de una protesta social por la seguridad individual, por la salvación de unos y la muerte de los otros. El correlato ideológico del aislamiento del country (y lo que es peor, de la masa que sueña con mudarse a un barrio privado y no puede, del “medio pelo”, en términos de Jauretche). Ahí sale Blumberg. La cámara en mi mochila, Hernán me va a matar. Nunca lo voy a encontrar.


8

“¡Vamos, Juanca!”, gritaba un señor de anteojos que abrazaba a su mujer, con ojos llorosos. La multitud aceptaba con gusto el papel de invitados a un gigantesco velorio, con la particularidad de que ninguno de ellos conoció al finado en vida. Pero el más desaforado podía hallarse a pasos del camión de Crónica, una silueta de ex-rugbier que ya casi sin voz, rugía: “¡Pena de muerte! ¡Pena de muerte, carajo! ¡Pena de muerte!” Hernán se asustó por primera vez en un acto masivo: no lo hizo cuando vio correr sangre el 20 de diciembre de 2001 en Plaza de Mayo ni cuando un caballo de la montada lo aplastó en una corrida, de adolescente y en las adyacencias del estadio de Independiente. Lo atemorizó que un ciudadano común y corriente se encuentre en condiciones de pronunciar -con semejante elocuencia- tales palabras ante la indiferencia (o aprobación) de otros ciudadanos comunes y corrientes. Poco le importó el discurso de Blumberg, que encendía los ánimos conservadores más escondidos de la multitud. Una masa que empieza a adorarlo por expresar los deseos de represión social que antaño ocultaron era más de lo que podía soportar. Tras una larga serie de aplausos, iniciaron su desfile por el escenario más familiares de víctimas. Por fin, la tenue desconcentración de los manifestantes. Ahora emprendían camino hacia la Casa de la provincia de Buenos Aires. Tal vez la languidez de la cruzada provoque claros en el gentío y así el chico aparecería. Nada de eso importaba ya. Las velas señalizaban el derrotero de la multitud. Hernán decidió emprender la vuelta: estaba empapado por la transpiración propia y ajena. Lo más relevante ya había concluido. Ese instante en que miles de almas anhelaron la muerte para proteger su comfort, para trazar fronteras, para vengar otras muertes.
Tomó la dirección opuesta a la que seguía la multitud. Dobló en Alsina, donde se imponía, estacionado, un ómnibus rojo de dos pisos, igualito a los que hay en Inglaterra. Algunos ingresaban en él para emprender el viaje de regreso. Pero la mayoría depositaba las velas ardientes en el cordón de la vereda, para dejar que las llamas de su reclamo se apaguen por sí mismas.