La globalización: el remedio y la enfermedad
lunes, octubre 31, 2005
En los dorados años ‘60, una de las primeras contraculturas masivas (el hippismo) se auto-identificaba con aquella vieja consigna: cambiar el mundo. El planeta estaba enfermo de maldad, conservadurismo, bla, bla, bla, aquella generación se erigía como la cura a tanta vileza imperante. Actualmente, pasando por alto varias susceptibilidades y alguna que otra cuestión de principios, nos encontramos en condiciones de verificar y decir que el mundo, decididamente, ha cambiado, y mucho. ¿Por qué? James Bond ya no tiene con quién divertirse (las suntuosas espías soviéticas de la KGB ya no lo pueden atrapar). Rocky Balboa se halla imposibilitado de representar al sueño americano frente a brutales boxeadores originarios del otro lado de la cortina de hierro: simplemente porque esa cortina se esfumó.
A excepción de esa tórrida islita caribeña, se hace imposible vislumbrar en la faz de la Tierra un estado comunista. La amenaza desapareció. El mundo entero funciona (es un decir... ) como una unidad capitalista y democrática. La década del ‘90 marca el comienzo de una nueva era: la de la globalización, palabra que de tan repetida ha quedado poco menos que vaciada de significado.
¿Qué es entonces la globalización? El chivo expiatorio favorito de la casta política vernácula a la hora de dar excusas por sus ignominiosas gestiones (sino, revisar el caso de la privatización de Aerolíneas y su triste presente). Claro, se diluyen las economías nacionales. El transporte y las comunicaciones alcanzan niveles inusitados de desarrollo. Internet nace como el medio perfecto para todo tipo de transacciones comerciales sin fronteras. Las empresas multinacionales sobrepasan el poder de los estados. Microsoft domina el mundo. El mundo y sus habitantes dejan de ser marionetas de las naciones para devenir robots manejados a control remoto por el consumo.
Si el nacionalismo exacerbado de la primera mitad del siglo XX condujo a la masacre humana más perturbadora y ruin de la historia, si la guerra fría entre la antigua URSS y los Estados Unidos fue la más grandilocuente manifestación de la paranoia y el temor a perder al poder que caracteriza a la política, la globalización (en la actualidad) no sería más que un símbolo de la hegemonía del mercado: ese sistema que funciona mediante el terror y la extorsión (córtese el pelo, vístase decentemente, sonría todo el día sin ningún motivo, hable por lo menos tres idiomas, estudie Ciencias Económicas y maneje todos los sistemas informáticos que nosotros hacemos y usamos si quiere conseguir el puesto laboral más bajo de nuestra empresa; caso contrario, ha sido un gusto, puede retirarse).
Los anteriores dueños del mundo (estados centrales: URSS, Europa, EEUU) luego de la Segunda Guerra Mundial se dieron cuenta de cuán perjudicial para sus poblaciones puede resultar una guerra en su propio territorio. Esto derivó en la decisión política de trasladar las luchas armadas a sitios bien lejanos como Vietnam, Corea, Golfo Pérsico. Y este proceso será imitado inmediatamente por las grandes empresas internacionales. Instalan sus fábricas en países del sudeste asiático: Taiwán, Singapur, Indonesia, Malasia (algunos de los lugares donde se alquilan niños para el depravado goce sexual de turistas paidófilos provenientes del civilizado occidente). La mano de obra se abarata (comparando la cantidad de dinero que necesita para vivir un obrero norteamericano con un analfabeto, ascético y pobre tailandés), la carga impositiva se reduce, la ganancia para la multinacional es mayor y sus productos llegarán a mayor cantidad de mercados regionales.
Los capitales extranjeros, en el caso argentino, invaden nuestras vidas. El desempleo aumenta debido a las importaciones desregularizadas, las industrias locales quiebran o son asimiladas por holdings foráneos, y así este conglomerado de inversionistas internacionales termina sustentando una nueva conciencia colectiva (donde se hace adorar a la globalización) a través de los medios informativos y de entretenimiento de los cuales son propietarios. Nombres propios, por favor: Telefé, Rock&Pop, Atlántida, Cablevisión, etc, etc.
Un proceso globalizador que unifica al mundo: desde luego, se trata de una patraña defendida y difundida por los medios masivos de comunicación, perdón, de manipulación (canales de televisión, diarios, emisoras radiales); es decir, los encargados de moldear los “pensamientos individuales” de la humanidad entera. Pero vale discutir, ¿hasta cuándo? No cabe duda alguna: hasta que dejemos de creerles.
A excepción de esa tórrida islita caribeña, se hace imposible vislumbrar en la faz de la Tierra un estado comunista. La amenaza desapareció. El mundo entero funciona (es un decir... ) como una unidad capitalista y democrática. La década del ‘90 marca el comienzo de una nueva era: la de la globalización, palabra que de tan repetida ha quedado poco menos que vaciada de significado.
¿Qué es entonces la globalización? El chivo expiatorio favorito de la casta política vernácula a la hora de dar excusas por sus ignominiosas gestiones (sino, revisar el caso de la privatización de Aerolíneas y su triste presente). Claro, se diluyen las economías nacionales. El transporte y las comunicaciones alcanzan niveles inusitados de desarrollo. Internet nace como el medio perfecto para todo tipo de transacciones comerciales sin fronteras. Las empresas multinacionales sobrepasan el poder de los estados. Microsoft domina el mundo. El mundo y sus habitantes dejan de ser marionetas de las naciones para devenir robots manejados a control remoto por el consumo.
Si el nacionalismo exacerbado de la primera mitad del siglo XX condujo a la masacre humana más perturbadora y ruin de la historia, si la guerra fría entre la antigua URSS y los Estados Unidos fue la más grandilocuente manifestación de la paranoia y el temor a perder al poder que caracteriza a la política, la globalización (en la actualidad) no sería más que un símbolo de la hegemonía del mercado: ese sistema que funciona mediante el terror y la extorsión (córtese el pelo, vístase decentemente, sonría todo el día sin ningún motivo, hable por lo menos tres idiomas, estudie Ciencias Económicas y maneje todos los sistemas informáticos que nosotros hacemos y usamos si quiere conseguir el puesto laboral más bajo de nuestra empresa; caso contrario, ha sido un gusto, puede retirarse).
Los anteriores dueños del mundo (estados centrales: URSS, Europa, EEUU) luego de la Segunda Guerra Mundial se dieron cuenta de cuán perjudicial para sus poblaciones puede resultar una guerra en su propio territorio. Esto derivó en la decisión política de trasladar las luchas armadas a sitios bien lejanos como Vietnam, Corea, Golfo Pérsico. Y este proceso será imitado inmediatamente por las grandes empresas internacionales. Instalan sus fábricas en países del sudeste asiático: Taiwán, Singapur, Indonesia, Malasia (algunos de los lugares donde se alquilan niños para el depravado goce sexual de turistas paidófilos provenientes del civilizado occidente). La mano de obra se abarata (comparando la cantidad de dinero que necesita para vivir un obrero norteamericano con un analfabeto, ascético y pobre tailandés), la carga impositiva se reduce, la ganancia para la multinacional es mayor y sus productos llegarán a mayor cantidad de mercados regionales.
Los capitales extranjeros, en el caso argentino, invaden nuestras vidas. El desempleo aumenta debido a las importaciones desregularizadas, las industrias locales quiebran o son asimiladas por holdings foráneos, y así este conglomerado de inversionistas internacionales termina sustentando una nueva conciencia colectiva (donde se hace adorar a la globalización) a través de los medios informativos y de entretenimiento de los cuales son propietarios. Nombres propios, por favor: Telefé, Rock&Pop, Atlántida, Cablevisión, etc, etc.
Un proceso globalizador que unifica al mundo: desde luego, se trata de una patraña defendida y difundida por los medios masivos de comunicación, perdón, de manipulación (canales de televisión, diarios, emisoras radiales); es decir, los encargados de moldear los “pensamientos individuales” de la humanidad entera. Pero vale discutir, ¿hasta cuándo? No cabe duda alguna: hasta que dejemos de creerles.